La santidad, imperfecta en este mundo

La gracia en este mundo se vive con una cierta imperfección. Por eso la santidad es imperfecta en este mundo, pues se vive en las condi­ciones limitadas de este mundo. Solo alcanza su perfección en la escatología, en la gloria celeste.

La santidad en el ser humano es una participación de la santidad de Dios. Tal participación se concretiza y ex­presa en una vida de fe, esperanza y amor. En estas tres actitudes o virtudes consiste la santidad del cristiano. Tales actitudes son la manera como se expresa la gracia del Espíritu Santo, que habita en el corazón del creyente; son el modo humano de vivir divinamente.

Pues bien, en este mundo, tanto la gracia como las virtudes que brotan de ella, se viven, al menos bajo algún aspecto, con una cierta imperfección. Siguiendo a Tomás de Aquino, cuando hablamos de imperfección no estamos pensando principalmente en el pecado (aunque también es cierto que en este mundo siempre estamos acosados por el pecado); queremos referirnos sobre todo al hecho de que solo Dios puede ser calificado de “perfecto” y que, en comparación con la perfección divina, todo lo bueno que hay en el ser humano debe ser calificado de imperfecto: “el alma participa de la bondad divina de manera imperfecta”, afirma Tomás de Aquino. Por este motivo las tres virtudes teologales están marcadas por la imperfección.

La imperfección de la fe y de la es­peranza proviene de la falta de visión de Dios en nuestra situación terrena. A pro­pósito de la caridad, plenitud de la vida cristiana y perfección de toda santidad, To­más de Aquino escribe: “en el estado presente, la caridad es imperfecta; pero se per­feccionará en la patria”. En efecto, actualmente nuestra comunión con Dios no es plena. Nunca, en este mundo, nuestro amor a Dios se entrega con toda el alma, con todas las fuerzas, con todo el ser. Si la santidad se vive en las condi­ciones limitadas de este mundo se comprende que encuentre su perfección en la escatología, en la gloria celeste, pues sólo entonces nuestra participación de Dios alcanzará su perfección: “cuando Dios se ma­nifieste, seremos semejantes a él, porque le vere­mos tal cual es” (1 Jn 3,2; cf. 1 Co 13,12).

Esta teología ha sido confirmada por el Vaticano II que, al referirse a la santidad, que es el otro nombre de la vida teologal, dice lo siguiente: “La Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta… La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa”. La santidad es imperfecta en este mundo y alcanzará su consumación en la gloria celeste, porque así ocurre con la fe, la esperanza y la caridad.

Así queda claro que, cuando la Iglesia canoniza a una persona y la presenta como modelo de santidad, la mirada del creyente no debe dirigirse al santo “acabado”, tal como está ahora en el cielo, sino al modelo terreno, al que vivió aquí en la tierra, con sus dificultades, sus defectos, su necesidad de superación. El modelo acabado es actualmente un buen intercesor, es una referencia de la meta a la que todos aspiramos, pero no hay que mirarlo como ejemplo de vida. El ejemplo es el santo “imperfecto”. Que sea así resulta un estímulo y un consuelo, y se evitan fáciles desilusiones del que siente que no llega y falsos perfeccionismos del que se imagina haber llegado.

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