Lo que importa – 34 Populistas y mesías

Por sus frutos…

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Digamos, sin perfiles ni matices sutiles, que populista es aquel a quien la boca se le llena solo con la palabra pueblo, pues el pueblo en sí, con sus preocupaciones y necesidades, no figura entre sus inquietudes personales ni forma parte en absoluto de su calendario o de su propio programa humano, sobre todo político. En resumidas cuentas, aquel a quien del pueblo únicamente le interesan los votos, los aplausos y los óbolos. Mesías, en cambio, es aquel que, sin alharacas ni proclamas, se remanga los brazos y, sin pararse a contrastar pros y contras, hinca la rodilla en tierra y se pone a lavar los pies mugrientos de los peregrinos de la vida. Mientras lo que hace el primero, prendado de sí mismo, es echar una mano al gaznate del pueblo, el segundo, armado de valor y generosidad, mira a sus semejantes únicamente para ayudarlos a sobrevivir. Desde la perspectiva evangélica del “rebaño” como metáfora, diríamos que los populistas son lobos y los mesías, pastores.

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A la luz de este planteamiento, los caminos quedan claramente deslindados. Los populistas, de cualquier signo político que sean, no persiguen otro propósito que servirse del pueblo, de su dinero y de sus votos, sin parar mientes siquiera en si los ciudadanos llevan una vida digna o se ven obligados a vivir como animales de carga. Los mesías, en cambio, sin reparar en sí mismos y sabedores de que su misión debe plegarse por completo al cariz de la vida de sus conciudadanos, se entregan generosamente a servirlos, aunque ello requiera esfuerzo y reporte sacrificios. De ahí que, inapelablemente, la meta del populista sea la tiraría y la del mesías, antes o después, la cruz.

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Dicho así, el pobre mesías, generoso en extremo, sabe que el cumplimiento de su misión acarrea martirio, mientras que el populista, acaparador de prebendas y aplausos, se goza en la holganza y el placer que otros le procurarán con su propio sudor. Pero el placer es tan inconsistente y volátil, tan antojadizo y efímero, que termina por no ser más que la carcasa del insoportable sufrimiento que acarrea la frustración personal y el sinsentido de vidas desarraigadas. En cambio, las dificultades y contrariedades que sufre el mesías se metamorfosean en bellos horizontes y producen el contento de saciar las más exigentes ansiedades humanas. Mientras el populista se parapeta tras un presente escurridizo, el mesías se sumerge en un proyecto continuado de mejora permanente de la vida de sus semejantes a base de rectificación y esfuerzo.

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A fuerza de ser plúmbeo, insistiré una vez más en que nacemos a medio hacer y que el recorrido de la vida es de continuo crecimiento hasta alcanzar la plenitud por la que claman a una todas nuestras neuronas. Sin la proyección de mejora, la vida se desmotiva hasta perder su razón de ser y su consistencia. El mesías se emplea a fondo en la mejora de la vida de quienes están a su alrededor, predicando el arrepentimiento e invitando al esfuerzo de crecer en lo humano. Eso fue exactamente lo que hizo Jesús y por ello precisamente lo crucificaron quienes se empecinaron en caminar por el atajo de los contravalores. En su tiempo, como también en el nuestro, muchos no se arrepienten, no desechan sus enquistados egoísmos y no regalan a los demás lo mejor de sí mismos, que es el único camino posible para crecer.

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Muchos añoramos, en pro de un cambio de rumbo radical y del necesario retorno a una fraternidad evangélica entre todos los seres humanos, la presencia luminosa de Jesús en nuestro tiempo y hasta nos preguntamos cuál sería su proceder si deambulara hoy por las calles de nuestros pueblos, sometido a los vaivenes de todo tipo que nos zarandean tan bruscamente. De obrarse tan mágico milagro, puede que a muchos nos avergonzara oír el Sermón de la Montaña saliendo de su boca y nos ruborizara su trato con los apestados de nuestro tiempo. De hecho, entre nosotros hay muchos fieles seguidores suyos que se ajustan a ese patrón, mientras que otros muchos, tan preocupados como estamos por acaparar poder, amasar fortuna y concitar aplausos, ni siquiera les prestamos atención o simplemente los despreciamos como chiflados.

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Para arrancar aplausos y provocar emociones, ¡qué fácil resulta practicar la demagogia de invocar, sin ni siquiera pestañear, la pobreza desesperada de muchos! ¡Y qué difícil sigue resultando, en cambio, aquello de “ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres”! El Jesús de nuestra fe no se anda con componendas. ¿Cómo podemos llevar dos mil años rompiéndonos la cabeza para interpretar quién fue realmente Jesús, su obra y su enseñanza, cuando sus “milagros” ocurrían a la vista de todos y sus palabras eran perfectamente entendidas hasta por los más ignorantes? Afortunadamente, entre nosotros hay muchos cristianos que siguen vendiendo cuanto tienen para darlo a los pobres y seguir las huellas de Jesús.

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Hay un clamor soterrado en la conciencia colectiva española que grita ronco, demandando redención y clamando por la presencia de un redentor. Hace ya más de treinta años escribí en una revista local: “ante la monstruosa desorientación de la humanidad actual, digna heredera de la atribulada historia universal, una persona capaz de hacer rectificar las conductas o una simple idea impulsora de racionalidad y cordura tendrían todas las características de un mesías redentor. Nada importa que tal persona o idea vengan del pasado, nazcan en el presente o se plasmen en el futuro. La humanidad entera las necesita con urgencia y clama por ellas con ansiedad en su indescriptible dolor”. Lamentablemente, creo que esa ansiedad no ha hecho más que crecer en estos últimos treinta años. A los cristianos en particular nos queda mucho para llegar a comprender en profundidad el mensaje de redención predicado por Jesús, redención capaz aquí y ahora de inclinar la balanza del lado de lo auténtico, de los valores que engendran y agrandan la vida humana.

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A fuerza de contemplar los cielos, los cristianos hemos perdido muchas veces los contornos de la tierra; en pro de un más allá, que no depende en absoluto de nosotros ni está a nuestro alcance, hemos descuidado por completo el más acá, que es totalmente nuestro y cae de lleno bajo nuestra responsabilidad. Hora es ya de hacer una relectura audaz del mensaje de Jesús para entender que el único camino hacia Dios es Jesús mismo, es decir, el hombre que hay en cada uno de nosotros. En esto, como en tantas otras dimensiones de la vida, o nos salvamos juntos o perecemos juntos. El más preciado tesoro humano es saber que el único camino posible hacia Dios pasa por el hombre. Esa es la conclusión clara y firme que se saca de escuchar con atención y devoción a Jesús. Debemos olvidarnos de Dios para prestar toda nuestra atención al hombre y, solo así, poder abrazarlo a él. Esa es la estructura consistente de la religión verdadera. La religión que pretende catapultarnos directamente a Dios y ordena todo nuestro quehacer en función de sus supuestos intereses divinos nos adentra en el mito y en las ensoñaciones. En cambio, la que impone el sagrado deber de quitar hambres, sanar cuerpos tullidos, consolar espíritus atormentados y perdonar tantos errores, es decir, la que pone en práctica el único mandamiento de Jesús, el del amor incondicional a nuestros semejantes, permanecerá viva en esta tierra mientras en ella haya un solo seguidor suyo.

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