Milei, Churchill y la motosierra
Nunca hubo tanto ruido a motosierra como el de estas horas. Al revés de lo que se esperaba, el ruido no viene de una motosierra empuñada por el rugiente Milei sino de las auténticas, manipuladas por fornidos operarios municipales, quienes remueven árboles caídos y liberan calles cortadas tras la devastadora tormenta del domingo. Para liberar calles, está visto, las motosierras son eficaces, no necesitan protocolo alguno. El lío viene con las prestaciones metafóricas.
La traslación del sentido recto de una expresión al sentido figurado involucra, desde luego, tanto al concepto de verdad y como al contexto, temas que a la vez le son familiares a la prensa en su cotidianeidad. Quizás la frase más acabada del cinismo periodístico sea la que dice “no permitas que la realidad te arruine una buena nota”. ¿Hasta dónde una narración puede acomodar la realidad a las necesidades? Es una vieja y apasionante discusión, ahora no sólo sostenida por periodistas en las redacciones sino también por académicos de la patria semiológica, ese conglomerado de estudiosos del más allá verbal que consigue desenmascarar hasta un punto y coma agazapado al servicio del imperialismo.
Pero otra historia es la elasticidad del relato de quien llega al poder y necesita compaginar sus fogosas promesas de campaña con la realidad concreta y con su compromiso de transformarla. En el periodismo -se lo puede ver sobre todo con las fake news- en nombre de la libertad de prensa hay que convivir con quienes arrastran conflictos viscerales con la verdad. Y en las campañas proselitistas mentir se diluye en el montón como si hubiera una convención habilitante por la temporada (en la última, por lo menos había conciencia, Pinocho llegó a ser el personaje más citado). Pero quien gobierna en medio de una severísima crisis no tiene escapatoria, está más acotado que nadie. Sobre todo, si como Milei, que es hijo electoral de un hartazgo social mayúsculo, prometió soluciones drásticas, profundas y cuantificables. Motosierra mediante.
Milei dijo en campaña que los costos los pagaría un sujeto sin contornos llamado “la política”. A los dos días de arrancar quedó claro que la lista de contribuyentes podría llegar a coincidir con la guía telefónica. Pese a ello no se registraron demasiadas quejas entre el voluminoso lote de votantes, agradecidos por la sinceridad descarnada del discurso inaugural. Sólo que los analistas empezaron a preguntarse cuánto durará la paciencia de estos comprensivos, mansos votantes. En parte, esa pregunta se relaciona con que antes de emprender el duro cruce del desierto no se les dio ni un vaso de agua, sólo se les ofreció un caramelo para compartir entre todos. El caramelo: “habrá luz al final del túnel”.
Cabe, pues, la duda. ¿A esa metáfora de resonancia católica se limitará el estímulo del líder a la masa? Como es obvio, la luz al final del túnel no se refiere a una isquemia retinal sino a la alegoría de que la oscuridad será pasajera. Quiere decir que hay salida. Los argentinos de más edad seguramente recordarán que se trata de las palabras más famosas del cardenal Antonio Samoré. Samoré dijo esa frase en 1979 para terminar de aplacar el pánico colectivo a una guerra, cuando en nombre de Juan Pablo II llevaba adelante una difícil mediación entre las dictaduras de Argentina y Chile. Gracias a su destreza diplomática y al respaldo pontificio la mediación terminó bien.
El segundo uso público de la luz al final del túnel fue, esta vez referido a la economía, de la vicepresidenta Gabriela Michetti en 2016. Eso no terminó igual de bien. Contra lo esperado, a Macri lo sucedió el kirchnerismo. “Volvimos mejores”, mintieron. En toda esa secuencia es posible reconocer las bases del fenómeno Milei.
El relato es como el colesterol, hay bueno y hay malo. El bueno sirve para apuntalar la esperanza colectiva en los tiempos difíciles mediante insumos auténticos sobre la base de que sin esperanza el esfuerzo no se sostiene, mucho menos el sacrificio. El malo inventa una mística sobrenatural o simplemente obsequia jactancias, ilusiones vacuas, poesía heroica sin respaldo verificable. “La década ganada”, la “soberanía alimenticia” y “vacunamos rápido a todos y todas” podrían servir de ejemplos.
Milei lleva apenas diez días en la Casa Rosada. Tienen toda la razón quienes recuerdan el exiguo kilometraje para replicar los reflejos cancelatorios de los kirchneristas que fingen no advertir la preexistencia de la inflación, de la pobreza y del resto de los desastres que dejaron ellos mismos. Se quejan de los aumentos de precios como si los hubieran causado Milei y Caputo confabulados en un sótano. ¿Es una broma? ¿Cómo tiene cabida semejante disparate, acaso equivalente a repetir en 2023 que la Tierra es plana? Dicho de otra forma, ¿alguien puede creerle esa argumentación a quien a falta del más mínimo sentido autocrítico hoy debiera por lo menos permanecer callado?
La respuesta es inquietante. No son terraplanistas. Todo lo contrario, si algo conocen bien es la circularidad. Pero no de la Tierra sino de las palabras.
La sociedad consumió en el último medio siglo infinidad de relatos que le fueron inoculados a fuerza de repetición, desde “Liberación o dependencia” y “Perón o muerte” hasta -en los meses previos al Rodrigazo- “la Argentina potencia”. El gobierno militar de “los argentinos somos derechos y humanos” impuso el relato de la subhumanización de la “subversión”, difusa categoría de enemigos que no merecían ser juzgados por sus crímenes, ya que el Estado se ocuparía de eliminarlos fuera de la vista del público, de hacerlos desaparecer. Por cierto, aunque todos los gobiernos tuvieron relatos, este fue atroz.
Los Kirchner, ya se sabe, hicieron de los sucesivos relatos una industria omnisciente. Ningún rubro quedó exento. Ni la historia, ni el campo, ni los barrios cerrados, ni la Feria del Libro, ni las estadísticas, ni los aviones, ni los presos, ni la grilla de los canales ni el idioma. ¿Cómo no recordar el “vamos por todo”, “el proyecto”, “el modelo”, el neologismo destituyente, “Clarín miente”, el Nestornauta, la reposición de la palabra oligarquía, la resignificación de helicóptero, el mote peyorativo “la derecha” para los demás, “los pibes para la liberación” o la marca de agua “todos y todas”?
Alberto Fernández lo intentó pero no le salió. Sus primeros relatos, asistidos con filminas, tuvieron corta vida. A los últimos ya nadie les prestó atención.
¿Y Milei? Es común que expertos en comunicación política citen ahora, a propósito del discurso del 10 de diciembre, el célebre “sangre, sudor y lágrimas” atribuido a Winston Churchill. En realidad, el primer ministro y Premio Nobel de Literatura lo que dijo fue: “no tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor”. Pero el problema no está en la fidelidad de la cita sino en la particularidad del contexto, que no era otro, en 1940, que la Segunda Guerra Mundial. Había continuas derrotas aliadas frente a la Alemania nazi. Se libraba la Batalla de Francia, venía la Batalla de Inglaterra y Londres estaba por ser bombardeada.
Churchill explicó entonces que su política consistiría en “hacer la guerra por mar, tierra y aire con toda nuestra potencia y con toda la fuerza que Dios nos pueda dar; hacer la guerra contra una tiranía monstruosa, nunca superada en el oscuro y triste catálogo del crimen humano”.
Salta a la vista que los sacrificios pedidos por Churchill y por Milei no son equiparables. Si es por cómo le fue después a Churchill en las urnas, un beneficio para Milei.
Pero aunque no se lo compare con Churchill, el mérito de Milei de plantear la situación argentina con absoluta crudeza no se encoge.
La intoxicación sostenida de la sociedad argentina con relatos contaminados quizás esté produciendo dos efectos colaterales. Efecto uno: para pegar el descalabro económico con Milei y Caputo y despegarlo del gobierno Fernández-Fernández-Massa el kirchnerismo acaba de volver a empezar un ciclo como los que pergeñara, por ejemplo, con Maldonado y con el “lawfare”: machaca y machaca con pasmosa insistencia sin importar que se trate de una idea falsa. Al principio sonará terraplanista, pero con el tiempo se consigue persuadir a un sector de la población que se abona a la idea a pies juntillas sin inmiscuirse en los pormenores. Efecto dos: en su afán por diferenciarse de sus antecesores, Milei parece estar pensando que su cruzada no necesita relato, que sus votantes lo apoyan con gratitud por la sinceridad de sus arengas.
Ojalá advierta a tiempo que con la luz al final del túnel no le va a alcanzar.